Había una vez dos hermanitos preciosos llamados Rinquincaya y PicaPica. El mayor, PicaPica, era un niño bello y precoz con ojos brillantes de picardía e inteligencia. El menor, Rinquincaya tenía una cara de ángel , alma de bailarín, y el carácter de un terremoto.
Un día, PicaPica se levanto de humor especial. Aunque era flaquito, teniendo 3 años le dio el título de “jefe” sobre su hermanito y ese día estaba dispuesto disfrutar de su autoridad. Cada vez que Rinquincaya quería algo, allí iba PicaPica a quitárselo. Juguete que cogía el chiquito, se lo quitaba el grande, comida que empezaba el pequeño, lo terminaba el mayor. Música que inspiraba un baile, música que se apagaba. La lava empezó a derrumbar, era troncudo pero no tonto, ya llego a su tope.
Calladito se fue al cuarto. Desde la sala se oía Rinquincaya buscando algo en la caja de juguetes. En realidad era el sonido del viento antes de la tempestad.
Contento que ya era el único entreteniendo los adultos, PicaPica comenzó a jugar con todo que dejo su hermano. De pronto, como un tornado, entro el chiquillo. Con un solo movimiento, silencioso pero serio y decisivo, Rinquincaya saco un bate y le dio un “swing” al hermano que hasta Babe Ruth le diría “señor’.
Satisfecho, el principito de los home runs se sentó en la sala a jugar, dejando a todos con las bocas abiertas. Felizmente el bate era de goma y el bateador de 18 meses, pero cumplió el propósito. Sobándose la sorpresa, su ego y su cabeza, PicaPica miraba con ojazos nuevos a su hermanito.
De lejitos cogió el “jefe” un carrito, y asegurándose que había bastante distancia entre los dos, se sentó en el piso con Rinquincaya en silencio el resto de la tarde.
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